Parece que escapé de la batalla
por un túnel profundo y apagado, ya hace tiempo excavado
entre granitos que las guerras titánicas habían labrado.
Aun allí, los durmientes, sobrecargados, quejicos,
demasiado absortos en pensamiento o en la muerte para moverse.
Entonces, mientras los observaba, uno se levantó súbitamente
y con sus ojos fijos, me reconoció piadosamente,
levantando sus manos afligidas, como si bendijera.
Ya no retumbaban los cañones, y ni por las chimeneas se escuchaba un gemido.
"Amigo extraño", dije, "aquí no hay nada que lamentar."
"Nada", dijo el otro, "salvo los años truncados,
la desesperanza. Cualquier esperanza que sea tuya
fue también mi vida; fui cazando salvajemente
tras la belleza más salvaje del mundo.
Pues muchos habrían reído de mi júbilo,
y de mi llanto algo habría quedado,
que ahora debe morir. Me refiero a la verdad no contada,
la lástima de la guerra, la lástima que la guerra destiló.
Ahora los hombres se conformarán con lo que arruinamos.
O, descontentos, hervirán de ira y se derramará su sangre.
Serán veloces como la veloz tigresa,
y nadie romperá las filas, aunque las naciones se aparten del progreso.
Evadiremos la marcha de este mundo en retirada
que va hacia unas vanidosas fortalezas sin murallas.
Entonces, cuando toda esa sangre haya ahogado las ruedas de sus carrozas,
yo subiría y con el agua dulce de los pozos a lavar las,
incluso de pozos hundidos en lo más profundos para la guerra,
incluso de los pozos más dulces que jamás existieron.
Yo soy el enemigo que tú mataste, amigo mío.
Te reconocí en esta oscuridad;
ayer, a través de mí, frunciste el ceño mientras me apuñalabas y matabas.
Te bloqueé, pero mis manos, reacias y heladas, no."
"Durmamos ya."