No pienses que abandonaré el bello valle de Clwyd, 
pues me es muy querido. 
Sus paisajes aún me recuerdan aquellos momentos 
cuando yo fui bendecida y Henry estaba aquí. 
 
Durante mucho tiempo un enfadado padre quiso 
separar nuestras manos unidas; 
mientras, los pesares acuciaban la salud de Henry, 
pesares alimentados por un amor infortunado. 
 
Las mejillas de Ellen también palidecieron, 
pero la esperanza aún colmaba mi espíritu; 
pensé que bajo el ceño fruncido de un padre 
aparecería una sonrisa de perdón. 
 
Y la esperanza no fue vana: 
¡cuán triste estás! exclamó; 
¡sonríe de nuevo, mi querida niña, 
porque serás la prometida de tu Henry. 
 
Ante tan grato sonido, en alas de amor 
hacia la cabaña de Henry volé; 
pero ¡ay! el efímero rubor de la dicha 
tan pronto de sus frágiles mejillas desapareció. 
 
Era una dicha incierta, una angustia fundada, 
mientras, yo sonreía a través de mis lágrimas. 
Pero pronto llegó el día de las nupcias 
y la dulce esperanza del amor venció los temores. 
 
¡Ay, falsas esperanzas! ¡Ay, temores tan ciertos! 
Ni amor ni dicha lo pudieron salvar. 
No puedo por más que marcar este lugar, 
esparciendo flores – ¡es la tumba de Henry!