Wesendonck Lieder

En aquellos tempranos días de mi infancia 
oía a menudo hablar de ángeles que
cambiaban el sol de la tierra 
por la sublime dicha celestial;

que, cuando un corazón angustiado por las penas 
languidecía, oculto al mundo, 
queriendo desangrarse 
y deshacerse en un torrente de lágrimas, 

en oración delirante,
suplicando solo por su salvación, 
un ángel descendía 
y lo elevaba dulcemente hacia el cielo.

También por mí descendió un ángel y, 
en alas de su brillante plumaje, 
eleva ahora mi espíritu, 
ajeno a todo dolor, hacia el cielo.

Silbante, rugiente rueda del tiempo, 
tú que cortas la eternidad,
brillantes esferas en el vasto espacio, 
vosotras que rodeáis el orbe,
primigenia e infinita creación, 
¡detente, basta de crear, déjame estar!

¡Contente, fuerza que engendra, 
pensamiento primigenio que eternamente crea!
¡Impedid la respiración, saciad el deseo, 
callad solo un segundo!
¡Crecientes latidos, conteneos, 
que cese el eterno día de la voluntad!
¡Que en feliz y dulce olvido 
pueda yo toda dicha apreciar!

Cuando los ojos beben felizmente de otros ojos, 
un alma se sumerge en otra,
cuando un ser se reencuentra en otro 
y se anuncia el fin de toda esperanza,
cuando los labios enmudecen asombrados 
y ya no se desea nada más, 
entonces reconoce el hombre la huella del Eterno
y resuelve tu misterio, ¡sagrada naturaleza!

Altas, abovedadas frondas, 
baldaquinos de esmeralda, 
niños de lejanas tierras, 
decidme, ¿por qué os lamentáis?

Callando inclináis vuestras ramas, 
dibujando señales en el aire;
dulces aromas ascienden, 
como mudo testigo de vuestro sufrimiento.

Extendéis vuestros brazos 
en anhelante deseo
y delirando rodeáis 
el fútil espanto del vacío yermo.

Lo sé bien, desdichada planta:
compartimos un destino;
aunque rodeados de luz y esplendor, 
nuestra patria no está aquí.

Como el sol se separa alegremente 
del vacío fulgor diurno,
así se cubre aquel, que verdaderamente sufre, 
con la callada oscuridad.

Todo se vuelve silencioso, un entramado susurrante 
ocupa temeroso el oscuro espacio;
veo temblar pesadas gotas 
al borde de las verdes hojas.

Sol, que cada atardecer lloras 
hasta enrojecer tus bonitos ojos
cuando, bañándote en el resplandeciente mar, 
te alcanza la temprana muerte;

pero resurges en tu antiguo esplendor, 
como gloria de este lúgubre mundo,
despertando nuevamente cada mañana, 
cual orgulloso y triunfador héroe.

¡Ay! ¿Cómo puedo entonces lamentarme, 
cómo, corazón mío, estás tan apesadumbrado,
si el sol mismo debe desistir, 
debe hundirse?

Si la muerte solo alumbra vida, 
si alumbran los pesares tan solo dichas,
¡oh, cuán agradecido estoy entonces 
pues la naturaleza me ha dado tales pesares!

Dime, ¿qué maravillosos sueños 
tienen a mis sentidos atrapados,
que no se han disipado como espuma vacía, 
en la desolada nada?

Aquellos sueños que, a cada hora, 
cada día, florecen más bellos,
que con su saber celestial 
atraviesan felices el espíritu.

Sueños que se hunden en el alma 
como sublimes rayos
para dibujar allí una imagen eterna: 
¡completamente olvidados, pero siempre presentes!

Sueños que, como el sol primaveral, 
besan las flores que surgen entre la nieve,
para que así, en una dicha nunca imaginada, 
las salude un nuevo día,

para que crezcan y florezcan, 
y soñando ofrezcan su aroma,
dulcemente se extingan sobre tu pecho 
y después se hundan en la tumba.